Después de años enseñando inglés a distintas edades, he confirmado algo muy importante: no existe un único camino para aprender. Cada etapa, cada persona y cada historia traen una forma distinta de conectar con el idioma.
Con los niños, el inglés se vive como un juego. Ellos no tienen miedo de pronunciar mal ni de inventar palabras; simplemente se lanzan. Y ahí está la magia: aprenden jugando, sin darse cuenta.
Con los adolescentes, el reto está en la motivación. Muchos llegan pensando que “el inglés es aburrido” o “no sirve para nada”. Pero cuando logramos vincularlo con sus intereses (música, redes, películas) todo cambia. Se dan cuenta de que el idioma puede ser una herramienta para expresar lo que les gusta.
Con los adultos, lo más poderoso es vencer el miedo. Muchos llegan cargados de frustraciones del pasado, pero también con una gran determinación. Con ellos, aprendo cada día el valor de la constancia y la importancia de creer en uno mismo, incluso cuando el proceso es lento.
Enseñar inglés me ha enseñado a mí también. Me ha mostrado que cada persona tiene su propio ritmo, y que el verdadero éxito no está en hablar perfecto, sino en atreverse a intentarlo.
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